La semilla de la rebelión en juramentos secretos
Comienza situando al lector en el contexto único de las logias masónicas a finales del siglo XVIII. Eran mucho más que clubes sociales; eran «universidades de la libertad». En un mundo dominado por el absolutismo de la Corona Española, estas sociedades secretas ofrecían un espacio donde las ideas ilustradas —libertad, igualdad, fraternidad— podían discutirse a salvo de la Inquisición. Figuras criollas como Simón Bolívar, Antonio Nariño y Francisco de Paula Santander no solo eran miembros, sino que fundaron y utilizaron logias como «La Logia Lautaro» y «El Arcano de la Filantropía» para reclutar y organizar a los independentistas.
El juramento de los hermanos masones, que incluía «no descansar hasta liberar a la América del Sur del yugo español», era un pacto de sangre y honor que transformó la masonería en el «cerebro operativo» de la revolución. Sus rituales de secretismo, con contraseñas y señales manuales, eran la herramienta de comunicación perfecta para una conspiración a gran escala.

Simbología oculta en los cimientos de la república
El legado masónico no solo está en las conspiraciones, sino que quedó literalmente grabado en la simbología nacional. Un ojo entrenado puede encontrar estos símbolos por doquier. El «Gorro Frigio» que aparece en muchos escudos de la región no es un simple sombrero; es un símbolo masónico de la libertad y la lucha contra la tiranía, heredado de la Revolución Francesa. La escuadra y el compás, herramientas fundamentales del masón (que representan la rectitud moral y la delimitación de su acción), aparecen en documentos, pinturas y monumentos.
Un ejemplo poderoso y visual es el famoso Retrato de Bolívar de José Gil de Castro, donde el Libertador lleva un cinturón con una elaborada hebilla que muestra claramente estos instrumentos. Incluso el diseño urbanístico de las nuevas repúblicas, con sus plazas principales y edificios de gobierno, a veces se dice que sigue principios masónicos de orden y proporción. Estos no son simples adornos; son la prueba de una visión del mundo que buscaba construir una sociedad basada en la razón y la virtud.
Cuando la fraternidad se rompe en la lucha por el poder: la grieta
Sin embargo, la unidad masónica no sobrevivió intacta a la crudeza de la política. Una vez alcanzada la independencia, la «fraternidad» se resquebrajó ante las profundas diferencias ideológicas entre los propios libertadores. La gran fractura se dio entre Simón Bolívar, con su visión de un gobierno centralista y fuerte (el proyecto de la Gran Colombia), y Francisco de Paula Santander, defensor de un sistema federal y legalista. Lo más fascinante es que esta pugna política también se libró en el seno de las logias. Se habla de «logias bolivarianas» frente a «logias santanderistas», donde los mismos hermanos que una vez conspiraron juntos ahora usaban las mismas redes secretas para socavar al rival. Este conflicto interno es uno de los factores menos conocidos, pero más cruciales, que explican la disolución de la Gran Colombia. La sociedad que había sido el pilar de la unidad independentista se convirtió, irónicamente, en un escenario de la discordia que llevaría a la fragmentación.

¿El precio de un secreto?: la «maldición» del Libertador
Para cerrar con un tono de misterio, hablaremos de la maldición de Bolívar. Desilusionado, enfermo y traicionado, pronunció su famosa frase: «He arado en el mar». Desde una perspectiva conspirativa, esto no es solo una metáfora de su fracaso político. ¿Podría ser la constatación de que el gran proyecto ilustrado y masónico que soñó había sido corrompido?
La muerte en circunstancias sospechosas de su sucesor elegido, Antonio José de Sucre (el «Caballero de América» y también masón), solo alimenta la teoría de una «maldición» o de un pacto que terminó en sangre. ¿Fue Sucre eliminado por sus mismos hermanos de logia? El asesinato nunca fue aclarado del todo, sellando con un manto de misterio el legado de la sociedad que ayudó a crear naciones, pero no pudo mantenerlas unidas.
El territorio como un ser vivo y habitado
Antes de que Bolívar soñara con una nación unida, el territorio de la Gran Colombia ya tenía dueños y narraciones propias. No era un espacio vacío, sino un paisaje vivo, habitado por una constelación de seres espirituales que explicaban lo inexplicable y enseñaban lecciones morales. Estos mitos, surgidos del sincretismo entre las creencias indígenas, las tradiciones africanas y el catolicismo español, son la auténtica «cultura profunda» de la región. Cada río, montaña y selva tenía su genio protector o su espectro aterrador.
Entender estos mitos es como leer un «mapa del alma» de los pueblos que luego formarían Venezuela, Colombia y Ecuador. Ellos no necesitaban fronteras políticas; su identidad estaba demarcada por los dominios de estos seres, desde las costas caribeñas hasta los páramos andinos y la profundidad de la Amazonía.
La Llorona y la Madre Monte: Leyendas de lamento y duelo:
Algunos mitos personifican el dolor y las consecuencias de transgredir el orden social. La Llorona es el espectro por excelencia, una figura panhispánica que en la Gran Colombia adopta rasgos locales. Es el alma en pena de una mujer que, tras ahogar a sus hijos, vaga por ríos y pueblos gritando «¡Ay, mis hijos!». Su leyenda sirve como una advertencia dramática sobre las consecuencias de las pasiones desbordadas y la tragedia, resonando profundamente en una sociedad marcada por la pérdida y la violencia de la guerra.
or otro lado, La Madre Monte (o Marimonda en algunas zonas) es un ser que protege la naturaleza virgen. Se aparece como una mujer cubierta de musgo y hojas, que castiga a leñadores y cazadores avaros, pero que ayuda a los viajeros perdidos que respetan la selva. En una época de explotación incipiente de recursos, su mito era una poderosa leyenda conservacionista.
El Silbón y la Patasola: los espíritus de la venganza y el castigo
Otros seres encarnan los miedos más primarios: la venganza familiar y los crímenes sin expiar. El Silbón es quizás la leyenda más aterradora de los Llanos Orientales. Es el espectro de un joven que asesinó a su padre y fue condenado por su abuelo a vagar por la eternidad cargando sus huesos. Su silbido es su anuncio, pero es engañoso: si lo escuchas claro, está lejos; si lo escuchas tenue, está ya a tu lado.
Su leyenda es una sombría lección sobre el parricidio y el castigo eterno. De forma similar, La Patasola («la de una sola pata») es un espíritu femenino que acecha en las montañas. Surgida de la traición y la brutalidad (historias que varían, pero siempre involucran un crimen atroz), ataca a los hombres infieles y borrachos. Ambos mitos actúan como «policías morales» del mundo rural, disuadiendo conductas antisocial a través del terror.

El Mohán: El genio tutelar de las aguas y la naturaleza indómita
Finalmente, está El Mohán (también llamado Poira o Mohan), una deidad/espíritu trickster (embaucador) de las cuencas de los ríos Magdalena y Cauca. No es un ser totalmente malvado, sino ambiguo: un hombre robusto, cubierto de pelo, con una melena larga, que seduce a las mujeres, ahuyenta la pesca o, por el contrario, la garantiza. Es el dueño absoluto del río, la personificación de su poder impredecible y fértil.
Su mito representa la aceptación de que hay fuerzas en la naturaleza que el hombre no puede, ni debe, intentar dominar por completo. Mientras la Gran Colombia soñaba con dominar el territorio con leyes y gobiernos, el Mohán recordaba a la gente que, en lo profundo de los ríos y las selvas, las reglas las ponían seres ancestrales e incontrolables. Es la esencia de una tierra que nunca se dejó domesticar del todo.


















